Por: Rolando J. Vivas

A los dulces dieciséis años, en una era donde TV Azteca aún no adornaba la pantalla, el faro que guiaba mis noches respondía al nombre de Imevision. A pesar de su imagen borrosa, las noches de domingo a las 11 tenían un encanto mágico. Era mi secreto, simular el sueño temprano, esperar a que mis padres cayeran en el mundo de los sueños y luego, en silencio, encender la televisión. Los domingos, Imevision presentaba un cine mexicano distinto, lejos de lo común que tanto atraía a mi madre. Era el cine prohibido, el cine de los rebeldes del celuloide.

No me refiero a las comedias vulgares de ficheras que hacían reír a mi padre, sino a obras osadas, provocativas y surrealistas. Recuerdo nombres como el del chileno Alejandro Jodorowsky, maestro de la psicomagia, y sus inolvidables “El Topo” y “La Montaña Sagrada”. Junto a Jodorowsky, un grupo de creadores de imágenes comenzaron su viaje para luego emprender carreras alucinantes por separado.

Juan López Moctezuma, el maestro del terror con su “La Mansión de la Locura” y “Alucarda”, y Rafael Corkidi con sus alucinantes “Ángeles y Querubines” y “Deseos”, formaban una tríada de creadores que desafiaban las normas establecidas del cine mexicano. Estos maestros del séptimo arte, junto con otros visionarios como Arturo Ripstein y Emilio Fernández, crearon una corriente ferozmente experimental, influenciada por la oscuridad de Luis Buñuel y la genialidad onírica de Federico Fellini.

Para mis padres, estas películas eran un peligro para la juventud, más corruptoras que las simples comedias de ficheras. Pero para mí, que había crecido fascinado por el cine de luchadores, estas obras eran una extensión natural de ese universo surrealista y fantástico. El cine de luchadores había sido mi antesala a este nuevo mundo de narrativas desgarradoras y visiones perturbadoras.

Guardo un cariño especial por las películas de López Moctezuma y Corkidi. Rafael Corkidi, en particular, se erigía como el más audaz y visionario de todos. Sus obras, junto con las de sus compañeros de ruta, desafiaban los límites de lo convencional, sumergiéndome en un mundo de morbosidad y excesos que, paradójicamente, me atraía profundamente. Eran noches de cine a medianoche, en la penumbra de mi habitación, donde el presupuesto era lo de menos y la imaginación lo era todo.

Y luego estaba “Los Caifanes” de Juan Ibáñez, una joya cinematográfica que desafiaba a las autoridades y cuestionaba el statu quo de una sociedad represiva. Era una película que se atrevía a mostrarnos una juventud rebelde y desafiante, algo que el régimen de aquellos años prefería relegar al anonimato de la madrugada. Eran tiempos de dictadura, de represión, pero también de pequeñas revoluciones artísticas en la oscuridad de la noche.

Así, entre películas como “Calzonin”, una sátira mordaz de la dictadura, y las visiones surrealistas de directores rebeldes, vivíamos nuestras propias revoluciones personales en la privacidad de nuestras habitaciones, desafiando lo establecido y abrazando un mundo de ideas audaces y liberadoras. Porque el cine no era solo entretenimiento, era una ventana a la libertad, una manera de imaginar un mundo distinto, un mundo donde la oscuridad de la noche daba paso a la luz de la creatividad y la rebeldía.